sábado, 13 de noviembre de 2010

Enciende la luz

       
En la inmensidad de aquel cielo sombrío  y tenebroso no había una sola estrella. La luna asomaba tímidamente entre unas cuantas nubes negras. Pese a la oscuridad de la noche, mis ojos aterrados casi no pestañaban, creyendo distinguir sus formas fantasmales a través de la ventana de mi cuarto, como si estuvieran vigilándome.
El viento entrometido abría sigilosamente la puerta mosquitera de la entrada, emitiendo un tétrico chillido, como si un demonio enfurecido quisiera penetrar en la casa. Luego, irritado, la regresaba de un azote. Con cada golpe me sobresaltaba, me era imposible conciliar el sueño. La elevada temperatura no impedía que mis manos sudorosas de miedo, aprisionaran las sábanas sobre mi nariz; mis ojos permanecían atentos y cuidadosos en las penumbras. 
El viejo farol de la entrada  se balanceaba melancólico, reflejando sobre la calle de tierra, las siluetas de los robustos árboles, aquellas que se hacían grandes y luego pequeñas, y que por momentos penetraban en las dimensiones de mi habitación y se escondían bajo mi cama. Por la puerta mal cerrada de mi cuarto, ingresaba una brisa que agitaba las cortinas de un lado a otro, demonizando aún más las sombras provenientes del exterior.  Jalaban mis sábanas hacia abajo, como si quisieran arrastrarme hacia allí y llevarme al crepúsculo. De repente salían de su escondite y recorrían toda la habitación, buscaban algo. Me estaban observando, con saña.  Se reían de mí muy en silencio, pero podía sentirlo.
Mi respiración entrecortada se agitaba cada vez más, deseaba que el sol saliera para acabar con aquella tortura. Abatido, tomé valor y llamé a gritos a mi madre. Vendría enfurecida, dormida, como todas las otras veces. Abrió sobresaltada la puerta del cuarto. Me paré sobre mi cama y exclamé: ¡allí están madre!, todas juntas, me asustan, ¡quieren llevarme! Ella encendió la luz y las siluetas se refugiaron bajo la cama. Pavadas chiquillo, exclamó, son sólo unas cuantas sombras, haz a un lado esa imaginación y duérmete, que si lo haces ya no volverán. Me alcanzó un vaso de leche tibia, besó mi frente y cerró la puerta del cuarto, dejando encendido el velador de la repisa. Otra vez me quedé solo. En seguida regresaron por mí, enfurecidas, danzaban por todos los rincones.  Extendí  rápidamente la mano y apagué la luz. Se refugiaron nuevamente bajo la cama, pero ésta vez me arrastraron consigo.
 A la mañana siguiente, mamá nos dejó escapar. Entró a la habitación y no me encontró. Sólo unas sábanas revueltas y los cristales de la lámpara que ella había encendido unas cuantas horas antes.  Afligida rompió a llorar; gritó mi nombre por todos los rincones de la casa, afuera, en el campo, nadie respondió. A la noche, sólo mi sombra. Pobre madre incrédula, yo la protegería de aquellas siluetas en la inmensidad de las noches húmedas, sin lunas ni estrellas.

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